La historia de Estados Unidos (1750-1914)

Entre los árboles reinaba una extraña calma. Durante varios días el campamento había sufrido pequeños ataques, pero aquella noche no se escuchaba ningún alarido indio ni ningún disparo francés. La compañía de William Braddock podría descansar tranquilamente. Después de un mes en las montañas de Pensilvania ya habían conseguido arrebatar varios valles y pueblos al enemigo. El joven capitán estaba cumpliendo exitosamente su primera misión importante.

Sin embargo el peso del apellido era muy grande. Mientras dormía podía escuchar los comentarios a sus espaldas. «Nos llevará a la ruina como hizo el loco de su padre». Era cierto que por sus venas corría la misma sangre. Pero en su cabeza algo estaba claro: él no iba a fracasar.

-¡Capitán! -de pronto un hombre entró en la tienda de campaña y le despertó-. ¡Capitán! ¡Capitán!

-Sí, sí… -William se frotó los ojos y se puso en pie abrochándose el cinto-. ¿Qué ocurre?

-Un mensaje del Norte. ¡Nos requieren en el frente de Quebec!

«Quebec». Esa palabra le transportó inmediatamente hasta una tierra lejana, fría y desconocida. Estaban muy lejos de allí. A muchos días de camino. El soldado entregó la carta a William. «Sello oficial» murmuró examinando el sobre arrugado. Era del Alto Mando. «Dicen que es la batalla definitiva, capitán». William levantó la mirada: «Lo será.»

1. La primera conquista

Durante dos semanas la compañía de Braddock, formada por cien mosqueteros y treinta caballos, recorrió la zona de Nueva Inglaterra, libre de enemigos franceses o de sus aliados indios. Se abastecieron en Albany, donde les hablaron de un famoso comandante llamado James Wolfe, que al parecer había llegado en barco hasta la ciudad de Quebec con un ejército de apenas 5.000 hombres.

-Ahora necesita refuerzos -dijo una de las mujeres de la posada-. Lleva tres meses asediando a los franceses -sus ojos brillaban al hablar de aquel hombre.

-Dicen que es muy apuesto -añadió otra-. Es comandante del Ejército, y tan sólo con 32 años…

«Yo tengo 25» pensó William, imaginando que aun tenía tiempo para conseguir la admiración de las mujeres y el reconocimiento de la gente, ese respeto que su padre no había podido mantener.

El general Edward Braddock había muerto hacía cuatro años, en 1755, tratando de conquistar Fort Duquesne en la tristemente célebre «Campaña Braddock», una ofensiva que resultó un completo desastre para el Ejército inglés.

La Guerra de los Siete Años fue una especie de guerra mundial que involucró a dos bloques de países en distintas zonas del globo. El inicio del enfrentamiento se dio en el corazón de Europa, y en Norteamérica el Reino de Gran Bretaña y el Reino de Francia libraron una larga contienda conocida como ‘Guerra Franco-india’, pues los nativos americanos tuvieron un papel importante.

Francia comenzó ganando importantes batallas entre 1754 y 1758, pero una serie de victorias inglesas cambiaron el curso de la guerra. La caída de Quebec (1759) y Montreal (1760) aseguró el control del Norte a Gran Bretaña. A partir de ese momento Francia perdería rápidamente (1760-1762) todos sus emplazamientos en el continente. Los nativos dejaron de apoyar a los franceses, que además habían sufrido el bloqueo naval inglés desde el comienzo de la guerra.

Las colonias británicas, aunque de menor extensión, tenían diez veces más población que toda Nueva Francia. Un factor determinante para acabar ganando la guerra y estableciendo una colonia poderosa (que pocos años después se vería capaz incluso de enfrentarse a su propia metrópoli…).

Estaba terminando el verano de 1759 cuando Braddock y sus hombres llegaron a las Llanuras de Abraham, a las afueras de la ciudad de Quebec, la más grande de Nueva Francia. Se escuchaban disparos de cañón y gritos de los oficiales dando órdenes. Al fondo la ciudad sitiada echaba humo, y el gran río que rodeaba el campo de batalla estaba repleto de barcos ingleses. El corazón de William comenzó a latir con fuerza, como un tambor que alertaba del comienzo de la guerra.

Al llegar hasta la zona de acampada británica les mostraron dónde podían instalarse, y llevaron al capitán ante el hombre que dirigía el ataque.

-No le habría hecho venir hasta este rincón del continente si no fuera necesario, Sr. Braddock -James Wolfe negó con la cabeza mirando con desdén hacia la mesa llena de mapas-. La batalla más importante que libramos después de tantos años y no podemos reunir un ejército adecuado…

A esas palabras les siguió un silencio incómodo que inundó la tienda durante eternos segundos. William no sabía qué decir.

-Perdimos en Fort Carillon, ganamos en Louisburg… y ahora ganaremos en Quebec para terminar definitivamente con los franceses -el oficial Wolfe era joven pero tenía experiencia. Parecía determinado a hacer de aquella batalla la última de la guerra-. Ahora puede retirarse. Debe estar exhausto de tan largo viaje. Le necesitamos descansado.

-Eh… ¿Estamos… Emm… ¿Cuándo… -William quería saber…

-Mañana mismo -dijo rápidamente Wolfe-. Mañana atacaremos la ciudad.

William asintió con la cabeza tratando de adoptar un gesto serio y salió de la tienda. Respiró profundamente y volvió con su compañía. Esa noche no pudo dormir, y se quedó mirando el fuego de la hoguera pensando en las bayonetas francesas. El tambor en su interior seguía latiendo con fuerza.

A la mañana siguiente recibió órdenes para que su compañía siguiera al batallón comandado por Wolfe, en primera línea de batalla. Desde el otro lado del río una avanzadilla de barcos y disparos de artillería ya estaban atacando la ciudad. Era 13 de Septiembre, el día en que honraría la memoria de su padre. Enfundó su espada y comenzó a caminar hacia la gran llanura verde donde les esperaban los franceses.

El fuego se intercambiaba sin cesar. El ambiente se llenó del humo gris de las bayonetas, que tras ser disparadas eran clavadas en los cuerpos de los soldados enemigos. Los gritos se fundían en un terrible sonido que terminaba por dejar la escena en silencio. No se escuchaba nada entre tanto ruido.

Tras ser empujado, William se incorporó y siguió avanzando utilizando su espada contra cualquier persona que se le acercase. Estaban consiguiendo avanzar, pero los franceses aun eran muchos. Volvió a caer al suelo y entonces se encontró con Wolfe, que yacía inmóvil con una bala en el pecho. El primer batallón había sido derrotado.

-¡Vamos! ¡Seguid! -las órdenes que venían desde las filas de atrás impedían pararse para pensar o ver claramente. William cogió el mosquetón de Wolfe y lo disparó hacia delante. Dos franceses cayeron.

Los muros de la ciudad estaban cerca. Las campanas sonaban y se escuchaba el sonido de los barcos disparando. La compañía de William Braddock atravesó completamente las defensas y atacó por la espalda, cercando a los franceses definitivamente. Una hora después, mientras recogían los cuerpos y tomaban la ciudad sin resistencia, aquel apellido se había convertido en sinónimo de victoria.

Batalla de las Llanuras de Abraham, en las inmediaciones de Quebec.

La Batalla de las Llanuras de Abraham se considera el momento clave de la Guerra Franco-India. El exitoso ataque del malogrado James Wolfe arrebató la ciudad de Quebec a Francia, y permitió que unos meses más adelante los ingleses pudieran avanzar hacia Montreal.

Tras la caída de Quebec y Montreal la descomposición de Nueva Francia fue inevitable. Hacia 1762 apenas quedaban posesiones francesas en el continente y en 1763 se firmó el Tratado de París, que dio al Reino de Gran Bretaña el control de todos los territorios de Norteamérica al este del Mississippi. Los territorios franceses más allá del río pasaron a manos del Reino de España.

La guerra había sido dura, y en las colonias inglesas la población tenía la sensación de que habían estado luchando y muriendo por los intereses de un Rey que vivía al otro lado del Océano. Además, la continua llegada de inmigrantes europeos a Norteamérica estaba favoreciendo que las colonias crecieran económicamente incluso más que la propia Inglaterra, y adquirieran un sustrato social heterogéneo, que se sentía cada vez menos ligado a la Corona británica. De manera muy acelerada, nada más acabar el conflicto contra los franceses, creció la tensión entre los habitantes de las Trece Colonias y los políticos de Londres.

2. La Guerra de Independencia

William se despertó en un lugar desconocido. Las vigas del techo eran antiguas y había telarañas por todos lados. «No lleva nada encima». «¿Nos hemos equivocado?». Unas voces sonaban en el aire, se escuchaban distorsionadas. Las paredes parecían caerse hacia dentro, como doblándose. Estaba claro que le habían dado un golpe en la cabeza.

-¿Dónde estoy? -acertó a murmurar.

-Se ha despertado -otra voz sonó con eco.

De pronto cuatro rostros se aparecieron ante William, flotando sobre él. Un par de ellos estaban cubiertos por antifaces. Dos manos le cogieron de los hombros y le incorporaron. Seguía mareado.

-¿Cómo te llamas? ¿quién eres?

-William Braddock -esa pregunta siempre había sabido responderla, aturdido o no.

-¿Braddock? Eso me suena a asqueroso londinense… -dijo uno.

-¿A caso eres uno de esos amigos del Rey? -le espetó otro.

William negó con la cabeza. «Mi padre era escocés» dijo, esperando encontrar afinidad de alguna manera. Los hombres se miraron entre sí otro murmuró: «Los escoceses también están en contra de Jorge III…». Acercaron un barreño con agua y un paño.

-Límpiate y levanta. 

Una vez pasado el mareo, William escuchó la historia que tenían que contarle. Se encontraba en el desván de una de las posadas más famosas de Boston, y aquellos hombres formaban parte de los Hijos de la Libertad. Ya había escuchado hablar de esa sociedad secreta, pero nunca había querido inmiscuirse. Le habían confundido con alguien cercano a los ingleses, que por aquel entonces no contaban con mucha simpatía entre las gentes. 

-Siento el malentendido, me llamo John -uno de los hombres le ofreció la mano a William, que al principio rehusó estrechársela-. John Hancock -añadió.

-He oído hablar de usted -respondió William-. Su fama no le acompaña. ¿Qué quieren de mí?

-Necesitamos toda la ayuda posible para la acción que vamos a llevar a cabo mañana. Estamos reuniendo a todo buen hombre con valor y amor por la libertad. ¿Ama usted la libertad, Sr. Braddock?

William no contestó. «Vaya pregunta… -pensó-. ¿Libertad para qué? ¿para pegarme otra paliza?». Hancock siguió hablando: «Los ingleses no nos dejarán nunca ser libres. Nos utilizaron para su guerra contra los franceses y ahora nos exprimen para sostener esa corona de oro que tanto dinero necesita». Realmente tenía el don de la oratoria y la persuasión. «Esta tierra tiene el potencial y la capacidad para progresar en solitario. Es por eso por lo que luchamos los Hijos de la Libertad: por el progreso y la justicia, por librarnos de las cadenas que nos atan». 

-Salgamos a dar un paseo -acabó por decir.

Dejaron la posada y caminaron por las calles de Boston, una ciudad llena de vida, actividad y, desde hacía un tiempo, protestas y manifestaciones. El ambiente era hostil hacia los ingleses. John Hancock, que había sido perseguido por la Justicia inglesa, seguía explicando a William los detalles de la operación que se estaba preparando. 

«Mañana llegarán tres barcos ingleses cargados de té. Es una mercancía de mucho valor que procede de China. Jorge III cree que puede vender lo que le plazca aquí sin pagar impuestos. Vamos a demostrarle que los que vivimos en esta tierra no tenemos menos derechos que los hombres de Inglaterra. Abordaremos los barcos y destruiremos el cargamento, lanzándolo al mar. Si quieren podrán beberse su querido té acompañado de agua salada.»

-¡No a los impuestos sin representación! -gritó de pronto una mujer en medio de la calle.

-¡Que vivan los Hijos de la Libertad! -cantó otro hombre, que había reconocido a John Hancock.

-Jorge III ha abandonado nuestro Gobierno -siguió él-. Ha asolado nuestros mares, devastado nuestras costas, quemado nuestras ciudades y destruido nuestras vidas.

«¿Cuento con usted, Sr. Braddock?» William se quedó pensativo unos segundos. «Su padre murió luchando por los intereses de un tercero. Luche usted por la defensa de sus propios intereses». Entonces William miró a John Hancock a los ojos.

-Siempre he luchado en el bando que he creído justo y honesto -dijo-. Y en esta ocasión creo saber cuál es.

-Tome. Guarde estas ropas -Hancock le dio una vestimenta mohawk-. No queremos que nos descubran.

William regresó a su casa, no muy lejos del puerto. Se preparó para la «acción» (así hablaban los Hijos de la Libertad), esperando volver a sentirse útil para la sociedad. Esa noche acudió a la asamblea secreta que se había convocado. Nunca antes había visto a tantos vecinos congregados. Sin duda esta acción tenía mucho apoyo popular. 

«¡Ya llegan los barcos!» alguien dio la voz de alarma, y todos sabían que era el momento. William y otras cincuenta personas salieron vestidos de indios mohawk hacia el puerto. Se subieron en botes y lanzando alaridos (haciendo el indio) abordaron los barcos ingleses. Los pobres marineros no supieron cómo reaccionar. Las órdenes habían dejado claro que no se debía herir a nadie. William agarró una caja llena de bolsas de té negro y la lanzó al mar. John Hancock finalmente no había acudido al motín, pero había conseguido que William se comprometiera con una nueva causa. Los vecinos les vitoreaban y animaban desde el puerto. La rebelión había comenzado.

Un grupo de patriotas, disfrazados de indios, arrojan el té de un barco mercante inglés, el 16 de Diciembre de 1773.

Tras derrotar a Francia, 10.000 soldados ingleses se quedaron en las colonias. El Gobierno ordenó que fueran mantenidos por la población local, ya que entendía que ésta había sido beneficiada por el Ejército inglés. Esto no fue sino una gota más en el vaso de hartazgo que se llenó durante la década de los sesenta y setenta del S.XVIII en las colonias inglesas.

Agravios comparativos como el que produjeron la Ley del Azúcar (1764) o la Ley del Sello (1765), que imponían impuestos para la población de las colonias y otras como la Ley del Té (1773), que permitía a las empresas británicas vender sus productos en las Trece Colonias sin pagar impuestos, favorecieron el descontento hacia Inglaterra. Los colonos no sólo habían derramado su sangre en la guerra contra los franceses, sino que ahora debían sostener económicamente a Inglaterra. Además, no tenían representación política en el Parlamento Británico. El Rey Jorge III afirmaba que tenía pleno derecho a gobernar las colonias como quisiera. La Ley del Acuartelamiento (1765) también produjo recelo hacia los soldados ingleses por parte de la población, y en 1770 la masacre de Boston terminó por encender la mecha.

De esta manera surgieron movimientos populares, con apoyo de intelectuales, nobles y políticos de las colonias, que mostraban un rechazo a la tutela inglesa y a la sumisión ante la Corona Británica. La organización ‘Los Hijos de la Libertad’ fue el grupo más famoso y que más acciones hizo en favor de los derechos de los colonos y contra los abusos de Londres. Organizó en Boston el famoso Motín del Té, que consistió en abordar tres barcos mercantes ingleses y echar por la borda un cargamento de té valorado en 10.000 libras. Ante esta acción revolucionaria el Gobierno inglés declaró el estado de excepción, cerró el puerto de Boston y aprobó una serie de leyes (llamadas «Intolerables» por los patriotas) que castigaban a las colonias.

«Patriotas» era como se denominaban aquellos colonos que defendían la libertad de las Trece Colonias y estaban en contra del Gobierno de Londres. Estos patriotas americanos se identificaban con una ideología republicana, que rechazaba todo lo que representaba la aristocracia británica.

La tensión fue creciendo rápidamente a partir de lo ocurrido en Boston en 1773. Otros episodios como la quema del buque inglés Peggy Stewart en Maryland (1774) o el Primer Congreso Continental (1774) desembocaron en la previsible guerra, que estalló en 1775. Una guerra en la que los colonos lucharían por su independencia.

Tres años después del Motín del Té en Boston, William se encontraba tras un muro de sacos de arena y tablones de madera, al sur de Manhattan. Al otro lado del río, Staten Island y Long Island, repletas de ingleses. El temido comandante Howe había reunido a 30.000 hombres para tomar Nueva York, y tenían que evitarlo.

-El Ejército Continental no puede caer en manos de Howe -repetía una y otra vez el general Washington, dando vueltas en círculo.

-No se preocupe, señor -le dijo uno de los milicianos-. Defenderemos esta posición con nuestra vida.

-Eso es lo que me temo…

Hacía pocas semanas que el Congreso había declarado la Independencia, y tras su derrota en Boston, los ingleses habían preparado toda la artillería para retomar el control de la situación. De pronto al general se le ocurrió algo.

-Nos adelantaremos -dijo de pronto, y todos volvieron la mirada hacia él-. Nos moveremos a los Brooklyn Heights y desde allí dispararemos al enemigo cuando avance.

George Washington era un hombre al que todos admiraban, y que había preferido seguir al mando del Ejército en estos tiempos difíciles, cuando tenía ofertas continuas para entrar en el circo de la política. Había liderado la toma de Boston y ahora se proponía defender Nueva York. Esa misma noche una avanzadilla de hombres cargados de pólvora y bayonetas navegó hacia Long Island para sorprender al enemigo. William pensó que quizás era una misión suicida, como la que hacía 17 años había emprendido su padre. «Qué ironía -se dijo a sí mismo-. Hace unos años tuvimos que expulsar a los franceses y ahora nos toca echar a los ingleses». 

-¿Cómo se llama usted?  -la voz del mismísimo general le apartó de sus pensamientos.

-Braddock, señor -contestó-. William Braddock.

-Combatí junto a su padre hace años -en ese momento un rayo partió por la mitad a William. Otra vez el peso del apellido. Jamás podría ganarse el respeto del general Washington. Pero este siguió hablando-. Era un buen hombre y un gran comandante -dijo-. Puede estar orgulloso.

-Gracias, señor -fue lo único que alcanzó a decir. No esperaba aquella respuesta.

A la mañana siguiente se escuchó el primer disparo de cañón de la flota británica. Había comenzado el asedio a la ciudad. Escondidos en lo alto de Brooklyn el grupo de soldados que acompañaban a Washington veía la horrible escena. El ejército inglés era más grande de lo que habían imaginado. «¡Carguen sus armas!». Un primer fuego de los patriotas acabó con la vida de un pelotón inglés que pasaba por la loma de la colina.

Durante varias horas consiguieron mantener la posición, pero conforme se acercaba la noche se vieron cada vez más rodeados. En uno de los intercambios de disparos William notó un extraño sonido en su abdomen. Sin poder evitarlo cayó de espaldas. No sentía su cuerpo. Los gritos de la gente se empezaron a distorsionar. «¡Aguanten!». «¡Disparen!». 

-¡William! -la voz de Washington sonó limpia entre el ruido.

-Deben retirarse… -aunque por su cabeza pasaban imágenes a gran velocidad, William sabía lo que debía decir en ese último momento.

-No se mueva, vamos a sacarle de aquí -los disparos sonaban cerca.

-No pueden apresarle… no… -dijo gastando sus últimas fuerzas-. Usted es nuestra salvación -William dejó sus ojos en blanco y esa fue la última imagen que vio: el general George Washington.

Batalla de Long Island, en Agosto de 1776, el mayor combate de la Guerra de Independencia.

Hacia 1774 en Norteamérica vivían dos millones de europeos (sobre todo irlandeses, escoceses y alemanes), más de un cuarto de la población de Gran Bretaña. Es por ello que podemos considerar a las Trece Colonias como un país comparable a Inglaterra, en cuanto a potencia económica, comercial, demográfica y militar. No eran una colonia a merced de su metrópoli, como ocurría en zonas de África o Asia. Los patriotas americanos lo sabían y por ello, en el Segundo Congreso Continental (1775), apostaron por la independencia.

El conocido como «Congreso Continental» era una asamblea de delegados de cada una de las Trece Colonias. En su primera reunión se reunieron para dar una respuesta unánime ante las Leyes Intolerables. Aunque había diferencias entre las colonias, en el Segundo Congreso hubo unanimidad: el 2 de Julio de 1776 firmaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. La guerra había empezado unos meses antes, y los patriotas iban perdiendo.

Desde la victoria británica en Bunker Hill en Junio de 1775, desde Londres sólo se celebraban victorias (Filadelfia, Nueva York, Long Island, White Plains…). El comandante Howe estaba terminando con la revolución mediante una certera táctica naval. La Corona británica contaba con la flota más grande del mundo, y varias decenas de miles de soldados en las colonias. Por su parte, el Ejército Continental tenía apenas 5.000 efectivos permanentes y carecía de preparación. El apoyo popular permitió librar una guerra de guerrillas y escaramuzas. Muchos de sus mandos intermedios eran carpinteros o zapateros.

Pero en 1777 el curso de la guerra cambió. Una importante victoria de los patriotas en Saratoga llamó la atención de Francia, que seguía acordándose de la derrota contra los ingleses en la Guerra Franco-India de hacía unos años. Los colonos demostraron en Saratoga que podían hacer frente a los británicos, y Francia decidió firmar una alianza con ellos en 1778. Con los barcos franceses atacando a la Armada Británica todo fue mucho más sencillo. El Ejército Continental consiguió derrotar a los ingleses en varias posiciones de Nueva Inglaterra (Princeton, Oriskany…) y en Carolina del Sur (entre 1780 y 1781).

La batalla definitiva se libró en la Bahía de Chesapeake en Septiembre de 1781. La flota francesa de De Grasse infligió una clara derrota a los barcos británicos. El mes siguiente otra derrota en Yorktown dejó claro el tablero: Norteamérica ya no pertenecía a Jorge III, y no volvería a caer en manos de ningún rey. El Tratado de París de 1783 confirmó la independencia de los nuevos Estados Unidos de América.

3. La conquista de México y del Oeste

Si para Estados Unidos el siglo XVIII había sido el siglo del nacimiento y de las guerras, el XIX fue el del crecimiento y las compras. El siglo comenzó con una importante adquisición: la compra de Luisiana en 1803. El presidente Thomas Jefferson gastó 20 millones de dólares y duplicó el tamaño del país en una sencilla transacción con el gobierno francés de Napoleón Bonaparte. Los Estados Unidos ganaban más de dos millones de kilómetros cuadrados para extender su creciente población y acercarse a los mercados de la Costa Oeste. Lewis y Clark cartografiaron el nuevo territorio en su famosa expedición, entre 1804 y 1806.

Con la compra de Luisiana los Estados Unidos consiguieron también la importante ciudad de Nueva Orleans. Inmediatamente saltaron chispas con el Reino de España, que tenía posesiones colindantes. En realidad Luisiana había vuelto a manos de Francia un par de años antes, porque España se había visto obligada a vender este territorio por el Tratado de Retrocesión. Es decir, Luisiana había sido una carta que había cambiado de manos reiteradamente: este extenso territorio perteneció a España (1519-1541), a Francia (1673-1761), a España otra vez (1762-1799), a Francia de nuevo (1800-1803) y finalmente a Estados Unidos (1803-2017).

En cualquier caso, España sentía que esta compra de EEUU a Francia aumentaba la presión sobre sus propias posesiones. Tras unos años de tensiones diplomáticas que no llegaron a ninguna acción militar, en 1819 España cedió sus territorios del Sur de Luisiana y Florida al Gobierno de Estados Unidos, que ganaba un poquito más de tierra. La cesión de Florida era un paso importante para el joven país. Fue el Tratado de Adams-Onís el que determinó una nueva frontera entre las posesiones españolas de Norteamérica y los territorios de Estados Unidos.

Mientras en el Norte se abrió un contencioso por la soberanía de Oregón con los británicos de Canadá, en el Sur la inercia conquistadora de los estadounidenses les llevó a anexionarse Texas y a entrar en guerra con México.

Siempre le había parecido increíble que las vacas aguantaran a las moscas. Las miraba sentado en el porche, y no comprendía cómo podían no volverse locas. «La leche que dan es de buena calidad» pensó. En ese momento un grito le distrajo. Venía alguien. «Oukonunaka, quédate en el porche», le dijo su padre cogiendo una escopeta. 

-Suelte el arma, señor -un grupo de soldados uniformados en vestimentas azules les apuntaban con sus rifles-. No queremos disparar.

-¿Quiénes son? ¿qué hacen en mi rancho?

-Señor, estamos informando a todos los habitantes de esta zona de la guerra que se avecina.

-¿Guerra? Pensaba que venir hasta México nos mantendría a salvo a mí y a mi hijo…

-Estas tierras pertenecen a Texas, y por tanto forman parte del territorio de Estados Unidos -dijo seriamente el soldado. Hubo un momento de silencio.

-Bueno -suspiró el padre-, ¿y qué se supone que debemos hacer?

-Usted no parece mexicano… -el militar miró de arriba abajo al padre de Oukonunaka-. Tampoco parece estadounidense… 

-Somos mas estadounidenses que ustedes -el padre volvió a sujetar la escopeta-. Yo nací en lo que ahora llaman Georgia, en el seno de una tribu de indios…

-No nos interesa su pasado -le cortó el soldado-. Simplemente sepa que es ciudadano de Estados Unidos, y por tanto está sujeto a las leyes que emanan del Congreso. No preste ayuda a los invasores mexicanos y no apunte a las fuerzas del orden. Baje el arma y que tengan un buen día.

El batallón se alejó del rancho y Oukonunaka y su padre se quedaron sorprendidos. No solían tener visitas, y menos de un Ejército extranjero. Evidentemente hasta sus oídos habían llegado los últimos acontecimientos, el clima era de tensión y confuso, pero nunca habían pensado que se llegaría a la guerra.

-Cuando llegamos aquí esto se llamaba México, cuando era pequeño pasó a llamarse Texas… -recordó Oukonunaka-. Y ahora dicen que se llama Estados Unidos… no lo entiendo.

-Tienes 12 años, no quieras comprenderlo todo, hijo.

-Seguro que se vivía mejor en la aldea…

-No digas eso. Allí habríamos muerto atravesados por una bala blanca. Inglesa o patriota, da igual. Nos habrían matado como ocurrió con otros tantos…

Oukonunaka siguió mirando las vacas. Esa noche, mientras cenaban, el viejo Brown se acercó al porche, como casi siempre. Era el vecino del rancho más cercano, y le gustaban las conversaciones nocturnas. «¿Qué sabes de todo esto?» le preguntó el padre tras haberle contado lo que había ocurrido. «Bueno, en teoría vivimos en tierra de nadie, je, je…». Brown era la única conexión que Oukonunaka y su padre tenían con el exterior, gracias a él se informaban de las cosas que pasaban.

-Este enfrentamiento no durará mucho. Los mexicanos nunca han controlado realmente estas tierras, y el país que ha crecido en el Este es poderoso y ambicioso. Estamos destinados a ser engullidos por él…

Brown les habló de cómo Estados Unidos estaba consiguiendo territorios en Florida y Oregón, creando una enorme nación en el continente. 

-Sin duda este nuevo país se parece mucho a su padre -murmuró el viejo.

-¿Su padre? -preguntó Oukonunaka confundido- ¿Quién es su padre?

-La guerra.

Estados Unidos encontró un muro a su expansión a base de compras de territorios, porque el gobierno de México no estaba dispuesto a vender sus tierras. Desde 1823 México era una República Federal compuesta por diecinueve Estados, un gran país de 4,5 millones de kilómetros cuadrados y más de siete millones de habitantes. La Constitución mexicana de 1824 era armónica y tenía un espíritu federalista. Esto cambió radicalmente con la aprobación de la Constitución de 1835, que abogaba por una política centralista. Entonces la población del Estado de Texas (perteneciente a la República de México pero mayoritariamente angloparlante) comenzó una serie de protestas. Como tantas otras veces a lo largo de la historia, la respuesta violenta del Gobierno contra las manifestaciones derivaron en una guerra. Texas se independizó de México en 1836, pero el Gobierno mexicano nunca lo reconoció.

La creación de un nuevo país no añadía sino complicaciones al lío de fronteras que se vivía en Norteamérica desde hacía tantos años. Texas era un Estado recién nacido, débil y en medio de dos grandes naciones. Tenía más de un millón de kilómetros cuadrados de extensión y apenas 70.000 habitantes reunidos en ciudades como Columbia, Austin o Houston. Tras un breve periodo de existencia como país (nueve años), Texas decidió anexionarse a Estados Unidos en 1845.

Inmediatamente México declaró la guerra a Texas, que consideraba una provincia de su propio territorio, y rompió relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Cuando el Ejército estadounidense entró en el territorio disputado por Texas y México, entre el río Nueces y el río Bravo, el gobierno mexicano entendió que un tercer país acababa de irrumpir en su territorio nacional. Al ver a una patrulla estadounidense patrullar por la zona, el Ejército mexicano disparó contra ellos. La guerra había empezado.

El conflicto apenas duró dos años (1846-1848). El Congreso de Estados Unidos declaró la guerra el 13 de Mayo de 1846, ante las palabras del presidente James Polk: «Sangre estadounidense ha sido derramada en suelo estadounidense». Sin duda Polk tenía aprecio por la batalla. Poco antes ya había amenazado al gobierno británico con una guerra por el control del territorio de Oregón, un problema que terminó con la venta de dicho territorio por los ingleses. Los políticos estadounidenses sabían manejar la diplomacia con mano dura.

Diez días después, el Gobierno mexicano también declaró la guerra. Esta diferencia de tiempos y este retraso denotaba un cierto titubeo: todos sabían que el Ejército mexicano era inferior al de Estados Unidos, que había crecido mucho militarmente desde la victoria en la Guerra de Independencia, sesenta años atrás. Por ello el histórico general Santa Anna sólo cosechó derrotas: en La Angostura (Febrero 1847), Cerro Gordo (Abril 1847), Ciudad de México (Septiembre 1847), Huamantla (Octubre 1847), Puebla (Octubre 1847)…

La famosa Cesión de 1848 supuso otro gigante paso en la expansión territorial estadounidense. Con la firma de la rendición de México, Estados Unidos ganaba otros 1,4 millones de kilómetros cuadrados que se sumaban a la compra de Luisiana, a la anexión de Texas, a la cesión de Florida y a la compra de Oregón. Ahora ya tenía las dos costas oceánicas, y sólo había que trabajar para unirlas por ferrocarril y establecer una potente y diversa economía. El mismo año que California pasó a manos estadounidenses, se descubrió oro en la zona de Sacramento. La fiebre del oro movió a miles de personas a la nueva tierra conquistada.

Es interesante destacar que la guerra con México fue un tema que dividió a la sociedad estadounidense, un enfrentamiento apoyado por los propietarios esclavistas sureños y rechazado por la población del Norte, que sentía muy lejanas las tierras mexicanas y muy inútil el esfuerzo militar. Esta diferencia de perspectivas Norte-Sur fue asentándose en Estados Unidos y desencadenó una nueva guerra: la Guerra Civil (1861-1866).

4. La Guerra Civil

Oukonunaka apenas recordaba su vida en los Apalaches. Incluso el mismo nombre de aquellas montañas le parecía extraño. Creía haberlo retenido en la memoria con mucho esfuerzo, para no olvidar sus orígenes. Pero quedaba tan lejos aquel lugar, tan lejos su infancia, que no conseguía sino amargarse cada vez que pensaba en ello. 

Era mejor atender a las vacas, y mirar de vez en cuando hacia el horizonte, por si venía alguien. Desde la muerte de su padre y del señor Brown se había quedado sólo en el rancho. Ahora volvía a pertenecer a esos «Estados Unidos de América» del que todos hablaban. Él ni siquiera estaba seguro de comprender lo que significaba «país» o «Estado». Sabía lo que era la tierra, pero hacía mucho tiempo que había perdido la suya.

Los ranchos vecinos se habían apuntado a la moda de plantar algodón. Oukonunaka no tenía dinero para comprar las semillas, y además no le gustaba la forma en que ese cultivo debía tratarse: mediante latigazos a unos negros llegados del otro lado del mar. Una mañana, estando en Austin comprando unas herramientas, se encontró con la escena que cambió su vida.

-¡Maldito negro! -un hombre le estaba gritando a uno de sus esclavos en mitad de la calle-. ¡Debería cortarte los dedos! ¡Sois todos iguales!

El negro en cuestión, un joven de la edad de Oukonunaka, estaba arrodillado en el suelo cubriéndose con los brazos para evitar el máximo daño posible ante los golpes de su dueño. Entonces otro de los esclavos trató de separar al enloquecido hombre y comenzó una riña. Eran unos seis negros contra varios blancos. Entre la confusión de la discusión Oukonunaka vio cómo el esclavo arrodillado conseguía escabullirse y esconderse en un callejón.

Al ver que un hombre le seguía, Oukonunaka corrió también al interior del callejón. El esclavo estaba detrás de unos toneles, pero se le veía. El hombre sacó un látigo y dio un fuerte golpe en el suelo. «Ahora te voy a enseñar modales, negro». Antes de que el primer latigazo cayera sobre el esclavo, Oukonunaka se abalanzó sobre el hombre y le dio un certero golpe en la cabeza, dejándole inconsciente.

-¿Estás bien? -le preguntó al esclavo, que estaba temblando.

Al ver que no respondía, lo levantó y se lo llevó corriendo. Se alejaron de la zona y salieron de la ciudad. «Hacia el Sur sólo hay campos de algodón -pensó Oukonunaka- ¿Dónde puedo llevarlo para que esté a salvo?». En el cruce de caminos un carruaje se detuvo junto a ellos.

-¿A dónde vais?  -les preguntó Oukonunaka, confiando en poder dejar al esclavo con ellos.

-Sssssh, baja la voz -le dijeron-. Llevamos un cargamento de armas a Memphis. ¿Has liberado a ese negro? ¿queréis venir con nosotros?

En ese momento la imagen del rancho desierto y vacío pasó por la cabeza de Oukonunaka. Creyó ver su aldea en las montañas, y el rostro de su padre. Quizás era la oportunidad de darle un sentido a la vida y dejar de ordeñar vacas. Miró al esclavo, que no levantaba la mirada del suelo y seguía temblando. La guerra había estallado hacía ya un año. Era el momento de hacer algo.

Una vez completado casi al 100% el proceso de expansión territorial, Estados Unidos ya era un gran país. El espacio de las Trece Colonias originales quedaba muy lejos en la memoria, y en pocas décadas ya habían conformado una nación de millones de kilómetros cuadrados que abarcaba dos costas oceánicas. La población crecía, la economía crecía. Todo parecía ir bien, pero desde finales del siglo XVIII se sabía que existía una importante división en la sociedad de este país tan grande y diverso.

En 1787 la Convención Constitucional de Filadelfia prohibió la importación de esclavos, y en 1820 el Compromiso de Missouri había tratado de equilibrar la situación entre los Estados libres y los Estados esclavistas. Aun así, este tema nunca había sido completamente superado. El movimiento abolicionista era fuerte en los Estados del Norte, mientras que los del Sur eran territorios cuya economía dependía en gran medida de la exportación de algodón, un cultivo que requería de mucha mano de obra (lo cual equivalía al uso de esclavos). Tras una serie de leyes (1854) y resoluciones del Tribunal Supremo (1857), llegó la chispa que haría explotar todo: Abraham Lincoln, uno de los líderes del abolicionismo, se postuló como candidato para Presidente del país. Todo parecía indicar que efectivamente sería elegido. Antes de que ocurriera, siete Estados sureños decidieron independizarse y constituirse en un nuevo país, los Estados Confederados de América. Cuando Lincoln fue elegido presidente, declaró ilegal la secesión. Comenzó una guerra civil y entonces otros cuatro Estados más se unieron a la Confederación. La brecha Norte-Sur no podía ser más grande.

La guerra estalló con el ataque confederado al Fort Sumter, un enclave militar en la Bahía de Charleston (Carolina del Sur). La población de esa zona era totalmente esclavista y contraria a las políticas de Lincoln, y se organizó un primer ataque para echar a las tropas de la Unión (así es como se conocía a Estados Unidos de América, en contraposición con «la Confederación», el nuevo país que se había creado en el Sur. País que, por cierto, fue reconocido internacionalmente por el Reino Unido y por el propio Papa, Pío IX).

La Guerra Civil estadounidense (1861-1865) fue un conflicto sangriento, que terminó con más de 700.000 soldados muertos. Tras una primera etapa de la guerra de varias victorias para la Confederación, entre 1861 y 1863, el Ejército de la Unión consiguió una importante victoria en Gettysburg para frenar el avance del Ejército sureño. Tres días duró la batalla, la más dura librada jamás en suelo estadounidense: 75.000 soldados del Sur contra 100.000 de la Unión. Más de veinte mil muertos en cada bando. El campo de cadáveres que quedó tras la batalla fue fotografiado por algunos periodistas de la época, reflejando el horror que se había vivido.

-Gracias por liberarme -murmuró el esclavo de pronto. Llevaban varios días de viaje y era la primera vez que hablaba.

-No te precoupes -respondió Oukonunaka-. Tú y yo no somos tan diferentes. A mi pueblo también le persiguió el hombre blanco…

-Eh -uno de los voluntarios se indignó-. No todos los blancos somos iguales. ¡Y lo estamos demostrando! ¡Lincoln lo está demostrando!

Estaban ya cerca de Memphis. En Little Rock se les habían unido dos carruajes, y ya habían formado una compañía de unos cuarenta milicianos. Había panaderos, carpinteros y algún soldado desertor del Ejército confederado. Las noticias que llegaban de Tennessee eran buenas, la Unión estaba consiguiendo detener a los sureños esclavistas en su intento de apoderarse de Kentucky. Mucho peor iba en la zona de Virginia, donde la Confederación estaba ya muy cerca de Washington.

-Ganaremos esta guerra porque llevamos la razón -dijo uno de los hombres.

-La ganaremos porque tenemos a Ulysses -sentenció otro.

Llegaron a la ciudad una tarde de Junio. La gente se agrupaba en la orilla del gran río. Estaba en juego el control del Mississippi, el más importante canal de comunicación y transporte del interior del país. Se esperaba que al día siguiente llegaran los barcos confederados. El grupo de voluntarios texanos entró en el saloon de la calle principal y allí se informaron de los planes y se refrescaron el gaznate. Oukonunaka y el esclavo liberado se sentaron junto a la pianola y escucharon a los hombres hablar. 

-No tenemos suficientes marinos para los barcos, habrá que reclutar gente de la ciudad -se quejaba uno.

-Podéis contar con los voluntarios de Austin -dijo otro.

-Los confederados salieron corriendo hace unas semanas, les hemos quitado la ciudad y no será difícil arrebatarles el río.

-Tienen varios buques, habrá que disparar con precisión y hundirlos rápidamente.

Oukonunaka nunca había montado en barco. Recordaba jugar al lado del riachuelo que pasaba cerca de su aldea, pero no sabía si sería capaz de desenvolverse en una guerra naval. «Por cierto, ¿tienes nombre?» le preguntó al muchacho negro, que asintió con la cabeza. «Mi amo me llamó Monday», respondió. «Monday -repitió Oukonunaka-. Curioso nombre».

-¡Eh! ¡Vosotros! -uno de los hombres les llamó-. ¿Contamos con vuestra ayuda? Necesitamos gente para la cubierta.

Oukonunaka afirmó convencido, y Monday imitó el gesto. Según los hombres, la batalla tendría lugar a la mañana siguiente. Esa noche estuvieron preparando los barcos: los dos jóvenes tuvieron que limpiar la chimenea, mientras otros marineros preparan planchas de acero sobre el casco de madera. Los cañones estaban listos para ser utilizados. 

Con el primer rayo de luz se escucharon los primeros disparos. Una flota de diez buques acorazados bajaban por el río portando banderas confederadas. Una bala de cañón atravesó el casco de uno de los barcos de la Unión. La gente de Memphis se escondió en sus casas y el muelle se vació. La ciudad se había quedado desierta y el río era el escenario: la batalla podía comenzar. 

El buque en el que estaban Oukonunaka y Monday era el Louisville, con capacidad para 250 marineros. Los disparos de la flota confederada silbaban sobre la cubierta, y los dos muchachos se cubrieron en el interior del navío. Comenzaron a coger bolas de hierro para agilizar la respuesta. Los dos bandos cada vez estaban más juntos, y los cañonazos se lanzaban a apenas veinte metros de distancia. Se podían escuchar los gritos de dolor de los enemigos en el interior de los otros barcos. Cuando Oukonunaka colocó una bola en uno de los cañones y gritó «¡Dispara!», Monday encendió la mecha y se tapó los oídos. Rompieron completamente el lateral de un barco que se acercaba a ellos y que rápidamente se empezó a hundir en mitad del Mississippi.

Batalla de Memphis, 6 de Junio de 1862. La flota de la Unión venció a Ejército confederado y consiguió controlar el río Mississippi.

Tras exitosos ataques en Memphis, Nashville o Atlanta la victoria de la Unión parecía segura. El bloqueo naval al que estaba sometida la Confederación hacía imposible la sostenibilidad de este país de apenas cuatro años de vida y frontera incierta. La acertada estrategia de Ulysses S. Grant (entonces alto mando militar, y más adelante Presidente de Estados Unidos) llevó a la derrota definitiva de la Confederación en Appomattox, el 9 de Abril de 1865. Abraham Lincoln fue asesinado seis días después por un simpatizante de la Confederación, que se disolvió inmediatamente.

Tras la guerra, alrededor de 4 millones de esclavos fueron liberados. Durante el periodo de «la Reconstrucción» (1865-1877) pareció que la situación de los afroamericanos mejoraría. Se trató de restablecer el orden y homogeneizar la legislación en todo el país, para borrar la brecha Norte-Sur y sus diferencias. Pero los años pasaron y el Compromiso de 1877 renovó los acuerdos políticos. Ese año el Ejército dejó de ocupar los Estados del Sur, y éstos volvieron a tener autonomía total. Un sistema segregacionista y racista se estableció en la sociedad, que lo aceptó sin problemas. El lema «iguales pero separados» caló hondo y durante los siguientes cien años la población negra sufrió la marginación y el odio de los blancos. Ya no eran esclavos, pero seguían siendo diferentes ante la ley y ante la comunidad. Este racismo parecía algo endémico de la sociedad estadounidense. Hacia 1950 unos 4.000 afroamericanos habían sido linchados en Estados Unidos, muchas veces de manera pública. Una gravísima deficiencia en el sistema de derechos civiles americano que no se solucionó hasta la segunda mitad del siglo XX. Una triste lacra que sigue estando presente incluso en este siglo XXI.

5. Una potencia ha nacido

Estados Unidos apenas tenía 100 años de vida y ya había vivido varias guerras. El poder militar se fue combinando con el económico en el objetivo general: crecer. Si con guerras se habían conseguido Nueva Inglaterra, Texas o Nuevo México, a través de la economía (comprando) se incorporaron otros muchos territorios. Los últimos: La Mesilla (1853, a México) y Alaska (1867, a Rusia). También era una posibilidad la simple ocupación, sin intercambio monetario ni disparo de armas, como ocurrió con las islas que poseían guano en 1856 o con la propia Hawaii en 1900. Cualquier opción era válida para el gobierno de un país que quería ser una potencia global.

Una vez ocupado un vasto territorio, había que explotarlo. El mencionado Compromiso de 1877 contemplaba la construcción de un ferrocarril transcontinental, que atravesara todo el país de Costa Este a Costa Oeste, y la industrialización del Sur. El periodo 1870-1920 fue de un impresionante crecimiento económico y demográfico. La democracia estadounidense abrazó un modelo capitalista salvaje, sin regulación y con bajos salarios para los obreros, y consiguió forjar una fuerte industria y atraer a millones de inmigrantes, que llenaron las fábricas del norte y los cultivos del sur. Todo este crecimiento fue posible gracias también a la expulsión de los nativos americanos de sus tierras.

Monday no dejaba de mover las piedras. Desde la primera pepita de oro que había conseguido, hacía ya varios días, no había dejado de buscar en el río. Sin duda había quedado maravillado con el resplandor dorado de esas diminutas piedrecitas. Oukonunaka en cambio era menos optimista. «Déjalo ya, no van a aparecer más». Tras el final de la guerra los dos jóvenes habían tratado de encontrar un futuro en el Oeste. La victoria en Memphis les reportó algún beneficio, pero ahora se encontraban inspeccionando minuciosamente cada rincón del condado de Denver. «¡Monday por favor, vámonos ya!». Estaba claro que Oukonunaka no tenía paciencia.

-¡Seguro que hay más pepitas de oro en este río! -el joven de color negro estaba en medio de la corriente, sin pantalones, aganchándose removiendo piedras.

Después de insistir, Oukonunaka consiguió convencer a Monday y volvieron a su cabaña. Habían irrumpido en una caseta de madera abandonada, y llevaban un par de semanas establecidos allí. Cada vez que reunían una bolsita de pepitas iban a la ciudad a comprar lo que necesitaran y a vender el oro. Era una vida algo inestable, pero era lo que muchos hombres hacían esos días.

Esa noche escucharon unos ruidos en el tejado, y antes de poder despertarse y coger la escopeta vieron cómo una flecha atravesaba el cristal de la ventana y se clavaba en la pared. «¡Al suelo Monday! -gritó Oukonunaka- ¡Son los cheyenne!». Los alaridos y gritos de los indios les hacían inconfundibles. Estaban siendo atacados por un grupo de nativos. Las flechas rompieron todos los cristales y una pasó rozando al lado de la oreja de Monday. Oukonunaka intentó alcanzar su rifle  pero fue imposible. En ese momento la puerta de la cabaña se abrió y uno de los cheyenne entró con un hacha en la mano. Fijó su mirada en los ojos de Oukonunaka, que vio su vida pasar ante sí. Fue a lanzar el arma y de pronto se escuchó un disparo.

El cheyenne cayó hacia adelante con un orificio en la cabeza del que brotaba sangre. Tras él apareció un soldado del Ejército estadounidense, con un sombrero azul y un bigote arreglado. Más disparos se escucharon y los gritos de los indios se apagaron. Cesaron los ruidos en el tejado y el vuelo de flechas terminó. 

-Pueden levantarse -dijo el soldado.

Oukonunaka y Monday salieron de la casa y quedaron horrorizados. Al menos diez cuerpos de los nativos yacían en el suelo muertos. Un batallón del Ejército había llegado a caballo. El capitán de la compañía desmontó y se acercó a los dos. 

-¿Están bien? -les miró de arriba abajo-. ¿A caso sois también indios? -entonces los soldados les apuntaron con los rifles.

-¡Somos estadounidenses! -se apresuró a decir Oukonunaka-. Yo procedo de Georgia y éste es un hombre libre de Austin, liberado tras la guerra.

-Ciertamente no parecéis animales -dijo echando una mirada a los cheyenne muertos-. Siento la confusión. En estas tierras los indios nos tenían alerta a todas horas del día… Afortunadamente con la muerte de Tetera Negra ya no tendremos que preocuparnos tanto.

-¿Tetera Negra ha muerto? -Oukonunaka había oído hablar del mítico jefe indio de los cheyenne.

-Ocurrió el invierno pasado -el capitán les contó la historia-. Tetera Negra y los suyos estaban acampados junto al río Washita y el general George Armstrong Custer les dio caza. Estos indeseables siempre moran y cambian de lugar, pero hacía tiempo que les teníamos localizados y controlados. Ya les engañamos en 1861 firmando el Tratado de Fort Wise y luego en 1865 con el Tratado de Little Arkansas River… ¿De verdad creían que les dejaríamos comportarse como bestias en nuestro propio país?

-¡Incluso les regalamos una bandera estadounidense! -rió un soldado dando un puntapié al cuerpo de uno de los cheyenne-. ¡Qué estúpidos!

-Fue el Séptimo de Caballería el que dio el golpe -siguió el capitán-. Una jugada maestra, rápida, limpia… -entonces esbozó una sonrisa y se corrigió-. Bueno, «limpia»… lo cierto es que Tetera no se esperaba el ataque y apenas pudieron defenderse. Al menos un centenar de salvajes fueron masacrados -el hombre parecía orgulloso-. Poco a poco estamos limpiando estas tierras, así que podéis estar tranquilos -Oukonunaka y Monday intercambiaron una mirada. Con tipos como ese patrullando y ajusticiando no se sentían nada tranquilos.

El Séptimo de Caballería del Ejército estadounidense atacando la aldea de Tetera Negra, en 1868.

La expansión de Estados Unidos se encontró en la segunda mitad del siglo XIX con la resistencia de los habitantes autóctonos del continente, los indios. Distintas tribus de nativos americanos sufrieron la llegada del progreso, a base de pólvora y humo. Sus territorios históricos fueron ocupadas con el apoyo del gobierno de Estados Unidos, que a través de varias leyes aprobadas por el Congreso facilitó la concesión de tierras a cambio de una inversión mínima. Esto favoreció la ocupación total de las Grandes Llanuras, donde varias tribus no estaban dispuestas a tolerar este sometimiento.

Hubo cruentos episodios como la masacre de Sand Creek, en 1864, donde el Ejército mató a decenas de familias arapajoes y cheyenne que se habían reunido para firmar un tratado de paz, o la batalla de Little Bighorn, en 1876, donde los indios lakota y cheyenne liderados por Toro Sentado acabaron con 200 soldados estadounidenses. Líderes nativos como Gerónimo llevaron campañas de guerrillas hasta que tuvieron que rendirse definitivamente en 1886, ante la evidente superioridad del Ejército de Estados Unidos. En 1888 la Ley de Dawes se aprobó para, literalmente, «civilizar a los indígenas norteamericanos y convertirlos en agricultores», y se facultó al Presidente para poner fin al gobierno tribal de los nativos. En 1890 una nueva masacre del hombre blanco en Wounded Knee terminó definitivamente con la resistencia india. Según una estimación de 1894 realizada por la propia Oficina del Censo de Estados Unidos, se calcula que la expansión hacia el Oeste se cobró la vida de 370.000 indígenas. Una auténtica limpieza étnica.

Al mismo tiempo que se asesinaba a los pobladores originales de América, el país seguía creciendo económicamente y demográficamente. Si en 1790 el recién nacido Estados Unidos tenía cuatro millones de habitantes, hacia 1870 la población había crecido hasta los 40 millones.

Construcción del Puente de Brooklyn, en 1881. Se aprecia que Nueva York es ya una gran ciudad, de potente economía.

En 1890 la población irlandesa de Nueva York era el doble de los habitantes de la propia Dublín. La continua llegada de inmigrantes europeos a Estados Unidos permitió a la industria crecer, al tiempo que las fábricas se llenaban de trabajadores extranjeros. El carácter emprendedor y las facilidades para la libertad económica promovieron las inversiones y la puesta en marcha de empresas. Con tanta mano de obra y un mercado creciente, era difícil no prosperar.

Las ciudades crecieron (Nueva York, San Francisco, Chicago…), las infraestructuras mejoraron (puentes, puertos, vías de ferrocarril…) y aparecieron las primeras compañías grandes (Ford, General Electric, Standard Oil, Steel Corporation…). Los recursos naturales permitían establecer enormes gigantes económicos en los sectores energéticos, de la madera o del hierro. Las minas se explotaban en la zona de los Grandes Lagos (Minnesota, Wisconsin, Michigan…) y la producción agrícola crecía en las Grandes Llanuras del interior. Los puertos de la Costa Oeste recibían población asiática y hacia 1905 eran más de un millón los inmigrantes que cada año llegaban al país. ¡Cada año un millón más! Toda esta mano de obra era absorbida por la efervescente economía estadounidense, que propició el auge de magnates como John D. Rockefeller (petróleo), Philip D. Armour (productos cárnicos), J. Pierpont Morgan (líneas férreas) o Andrew Carnegie (acero). En 1908 Henry Ford sacó al mercado el Modelo T de automóvil.

En la década de 1910 la población de Estados Unidos superó los 90 millones de habitantes y ya era evidente que una nueva potencia había nacido. Una potencia económica pero que nunca dejó de lado las acciones militares que luego le valdrían el apelativo de «país imperialista». El carácter intromisorio del joven país era más que evidente y quedó bien claro en distintas ocasiones: en 1898 Estados Unidos entró en guerra con España, entre 1899-1902 en guerra con Filipinas, en 1912 ocupó Nicaragua, en 1914 volvió a invadir México, en 1915 ocupó Haití, en 1917 se entrometió en la Primera Guerra Mundial… Sin duda Estados Unidos era un país belicoso, que había nacido de la guerra, había crecido entre guerras y pasaría el resto de su vida de guerra en guerra.

El país más poderoso del mundo durante el siglo XX basó su hegemonía en la dominación económica (a través del capitalismo) y la militar (mediante el imperialismo). Lejos de ser observaciones subjetivas o tendenciosas, este hecho es históricamente objetivo y aceptado por la mayoría de cronistas y estudiosos. No es una cuestión de debate si Estados Unidos ha mantenido estrategias intervencionistas o no, porque evidentemente así lo ha hecho.

Basta un sencillo repaso histórico como el que hemos hecho en el presente artículo para asombrarnos con la capacidad de este país de salir victorioso en cualquier frente, y encarar cualquier obstáculo con determinación. Convencidos de que son portadores de la razón y de la verdad, los estadounidenses han sabido convencernos a todos los demás. A la fuerza o con una sonrisa, pero lo han conseguido. Ya son el país más poderoso del mundo, ¡y apenas tienen 250 años de vida!